Celebración de Martín Vega: oír con los ojos

No es sólo una explicación del trabajo del artista; es un texto que toca la fibra más sensible del vínculo entre el hombre y el arte.

Por Rolando Pérez

Hay razones para estar feliz. Martin Vega, tal vez uno de los mejores y más secretos artistas plásticos de Buenos Aires, tiene un libro en la calle, editado por Milena Caserola. Oir con los ojos es una fiesta de alta composición y de imaginación creadora puesta al servicio del arte más puro, aquella manifestación suprema que sólo se puede admirar en el tiempo sin asideros, la música. Esto no es casual. Vega debe ser de los pocos artistas que, llegando a cumplir en base a estudio y dedicación una labor de refinamiento y conceptualización indudablemente superior dentro de su campo natural que son las artes plásticas, puede iluminar con erudición y gusto cualquier conversación sobre música. El jazz es su Aleph personal. Desde él enfoca la perspectiva de toda la vida.

Cuento sólo una anécdota que lo pinta no de cuerpo, sino de oreja entera. No hace mucho, Vega estaba sentado en una sala de música de la calle Corrientes, esperando, como el resto, a que saliera Chick Corea para dar un concierto que fue luego, por varias razones, inolvidable. Llegaron los aplausos del inicio y a los pocos instantes de que comenzara a sonar el piano de Chick, Vega, le dice a su acompañante: “está desafinado”. Es muy difícil escuchar la desafinación de un piano solista, es decir, sin el contraste que ofrecen los otros instrumentos de una banda, si no se tiene entrenamiento, por lo que el músico que lo acompañaba largó una carcajada y le señaló a Chick sentado en su banqueta muy tranquilo. Pero antes de que terminara de reírse, el teatro entero pudo ver que Chick levantaba una mano y girándose, hacía una seña a bambalinas. Luego tomó el micrófono, pidió disculpas por la interrupción y se levantó de la banqueta para que el afinador, que había entrado a la carrera, pudiera templar el instrumento lo más rápido posible. De estas anécdotas se cuentan por docenas en el bar La Academia de Callao y Corrientes, donde solían verlo jugar al billar en la mesa central hasta que hace unos años, la crisis económica de un gobierno olvidable, se llevó no sólo esa, sino todas las otras mesas y cerraron el salón del fondo.

Como los buenos pintores de comienzos del veinte, Vega cultiva la bohemia ciudadana desde hace al menos treinta años. Y también como aquellos artistas de la era romántica del quartier Saint Germain, Vega no es un artista formado en una “carrera”. No pasó por academia alguna salvo un breve período de meses en la Escuela Belgrano. El resto de su educación la hizo al viejo estilo: frecuentando maestros y colegas, y trabajando en talleres de artistas ya consagrados. Y es que existe, para algunas disciplinas, una formación que sólo se logra viendo hacer y sometiéndose uno mismo a la presión del hacer. La mímesis de los maestros es algo que no se pierde y se atesora cada vez más con el correr de los años, porque el secreto de lograr un efecto especialísimo no se brinda más que en el momento del trabajo. Ver trabajar siempre es interesante, ¿si no qué hace toda esa gente mirando el pozo que los muchachos de Gas del Estado están haciendo en la esquina? Ver trabajar, ver obra, ver la vida como una preparación para la obra. Los escritores no ven a sus amigos, me dijo una vez un analista, ven personajes. Y los pintores como Vega ven, con entusiasmo y angustia, la renovación de un lienzo larguísimo y variado como ningún otro, cada veinticuatro horas.

De aquellos años de formación conozco varias historias, pero sólo voy a contar una que, supongo, sorprenderá a los lectores como me sorprendió a mí la vez que me la contaron. Algo que no todo el mundo sabe es que existen artistas plásticos -la mayoría de los reconocidos-, que tienen a su servicio talentos jóvenes -y no tan jóvenes- que dibujan, pintan, modelan y diseñan para cumplir una entrega o una muestra cuando el Maestro se excede en su entusiasmo comercial. Esto en literatura se llama tener un fantasma. Es una vieja tradición en ambas disciplinas. Una de las muestras más conocidas del artista para el que Vega trabajaba no estaba en el país cuando le llegó la oportunidad de hacer una exposición en Londres. No podía volver con tiempo para iniciar una nueva serie de pinturas y tampoco podía trabajar afuera debido a compromisos, digamos, diplomáticos. Tampoco estaba en los planes perder una oportunidad semejante. Londres es un centro de primer orden en cuanto a ventas de arte se refiere. Así que la cosa se solucionó al uso antiguo. Vega que, como Shakespeare, jamás sacó el culo afuera de su patria, se puso a elaborar una serie nueva en base a una idea del Maestro que le llegó por fax: unas líneas finas y nerviosas con algunos fragmentos de texto explicativo, todo en una página: blanco sobre negro. En una semana de trabajo sin descanso Vega tenía pintadas las 35 telas de gran formato que envió a Londres para la inauguración y que llegaron, junto con el avión que llevaba desde Asia al Maestro, a tiempo todo, claro, para la foto y el vernissage. Ni Vega, que ideó y diseñó la muestra en base a la hojita de fax, ni ningún otro de los colaboradores que trabajaron día y noche para llegar a tiempo figuran en los créditos de aquella exitosa exhibición londinense. Pero no hay que tomar esta anécdota como algo inusual o contra las costumbres del arte. Era así en tiempos de Rembrandt y lo sigue siendo hoy día. Así se forman en el oficio los artistas experimentados.

La democracia era joven, al igual que Vega, cuando hizo su primera muestra en el mítico salón de Liberarte, luego expone en Cemento, y el Paracultural, y dibuja y ha dibujado para grandes revistas como la barcelonesa El Monográfico o la prestigiosa Tundra, de Londres, porque el dibujo, en sus inicios, fue su fuerte. Tenía la vocación de Durero por el detalle realista, y el gesto provocativo que aquellos años imponían a toda la generación de los ochenta. Sin embargo, hay incluso en sus primeros trabajos un marcado sentido de la composición. Podemos apreciar esto en el dibujo que reproducimos. Es un trabajo del año 82 u 83. Vemos el cuerpo de un hombre desnudo y reclinado que ocupa la base del cuadro. En la parte superior unos labios de mujer apretados y brillantes, parecen estar a punto de besar el glande que la figura masculina lleva por cabeza. Las líneas que enmarcan la composición se montan sobre dos oblicuas que forman un triángulo invertido. Es sumamente equilibrado y plácido. Logra transmitir la sensación de relajación que antecede al juego erótico con una impronta clásica, casi podemos sentir la frialdad del mármol renacentista en la piel. Esto se logra tal vez con esa especie de materia informe que se alarga desde las piernas del hombre y que podemos apreciar en muchas esculturas donde la figura emerge, casi naturalmente, de la piedra. En este caso, es al revés, el hombre parece diluirse en lo informe. Toda la rigidez y concreción de detalle se pierden ahí. Pero es que, si lo miramos bien, esa informidad, esa falta de materialidad concreta, es exactamente lo que debería tener en la cabeza el hombre en aquellos años de sexualidad amenazada, es decir, un forro. Este es un trabajo temprano. Vega tendría unos 18 años cuando lo dibuja, pero podemos decir que incluso en una etapa tan temprana de su arte ya está la semilla del Vega de hoy, porque la suma de los elementos del dibujo, la plasticidad y materialidad con que están realizados esa boca y ese cuerpo y esa materia inasible, ya muestran el arte del collage que caracteriza el centro del libro Oir con los Ojos que acaba de editar Milena Caserola.

Podría hablar de la persistencia de motivos, de la genialidad de la composición de cada una de las páginas trabajadas como un lienzo único, de la sorprendente iluminación de algunas fotografías, pero vamos a dejar todo eso para centrarnos en un factor que, creo, diferencia a Vega de muchos otros artistas visuales y ese factor no es otro que su mundo personal, la fuerza de su imaginación. Y entonces, para que se entienda bien a lo que nos referimos, tendremos que hacer una comparación. Aunque son odiosas, al menos, eso dicen. Hace poco llegó a mis manos un trabajo que, en principio, está conceptualmente muy cerca del libro de Vega; se trata del libro del Indio Solari, ilustrado por Serafín que ha editado Penguin Random House, La vida es una misión secreta. Como se pueden imaginar, la edición es un lujo, las páginas satinadas, una fiesta para la sensibilidad y tanto la coloración como el acabado del diseño están en otro planeta. Ahora bien, las ilustraciones de Serafín no agregan absolutamente nada a la imaginación visual que nos provocan los temas del Indio. Todo eso que vemos, ya lo hemos visto, porque estaba en la canción, en su música y en su letra. En cambio, la música de Coltrane, de Piazzolla o de Ariel Prat –entre muchos otros-, que son la base y la partida del arte de Vega, son sólo eso, el puntapié inicial para que un artista imagine y despliegue su propio universo. Algo de eso afirma Daniel Melingo en una nota que acompaña su participación en Oir con los Ojos cuando dice: “partiendo de la revelación producida en el oyente por una canción, Vega completa (como un sastre de alta costura) ese mensaje oculto que se nos había quedado en el tintero”.

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