La educación: trinchera de la happycracia

La disputa política se traslada a la arena educativa. A partir de discursos que parecen inocentes, se forja una conciencia del “ser feliz” que regula las acciones de los sujetos y los somete.

Por Laura Obredor

Soltar, amar, reír, soñar. Palabras que aparecen como instándonos a tomarlas y representarlas. Desde el lugar de la imposición o autoimposición, y no tanto. “No está mal quien no quiere”, “no tropezar con la misma piedra”, y todas las que podamos sumar a esta larga lista. Algunas décadas atrás, las asociaríamos con los mensajes de autoayuda; hoy con la resiliencia, la autosanación. Pero, ¿qué tiene que ver esto con educación? Mucho.

Esta serie de palabras aparecen dentro del sentido común de las personas, en apariencia inocente y sin fundamento ideológico y empieza a presionar y moldear una conciencia de los sujetos. Esto no es ajeno a la educación. No sabemos qué fue primero, pero están ahí y hace falta analizar sus intenciones porque nada viene de la nada ni surge espontáneamente, sino que forma parte de procesos discursivos en los cuales ciertos sectores hegemónicos cristalizan modos de ser, producir y concebir la política, la economía y la cultura.

El sentido común se hace eslogan de la derecha. Y aclaro, también, que ingenuamente creemos que los buenos eslóganes provienen de las agencias de publicidad. Por el contrario, son tomados de ese sentido común, que es la cristalización de la hegemonía, de lo que piensan y desean las clases dominantes. Para eso usan mensajes que impactan desde la emotividad o la indignación, entonces, no producen una reacción razonada sino un choque pasional. Por eso, se impregnan tan fuerte en ciertos sectores subalternos.

La impronta neoliberal se lee en esos mensajes desde el “enséñale a pescar y no le regales el pescado” que luego se transforma en “esto me lo gané solo, nadie me regaló nada”, “gane quien gane, yo tengo que salir a trabajar igual”, “no me interesa la política”, “soy apolítico” se tejen como una telaraña y atrapa voluntades y votos.

Aunque no solo usan el sentido común, sino también los discursos médicos y biologicistas de autoridad para crear un aval científico, desde las llamadas ciencias de la felicidad y las neurociencias, que se presentan como “apolíticas”, pero más adelante veremos cómo en verdad siempre lo que se presenta o se define como apolítico es de derecha (por supuesto, todo es político, pero esa es mi tesis ante ese tipo de definición).

Cómo vinculamos esto con el hecho irrefutable que la derecha ha ganado la sala de profesores, y por ese motivo, la disputa política hoy se traslada a la educación como arena del debate. Veamos cómo y desde cuándo este fenómeno mundial viene cabalgando sin prisa, pero sin pausa para instalar sus propios candidatos presidenciales.

Educación para “un mundo feliz”

El neoliberalismo trae aparejado una forma de consciencia altamente estudiada y formada que se disemina en todos los ámbitos, la educación es uno más, pero se han dado cuenta de que no se trata de cualquier ámbito, sino el más efectivo y rentable para construir un futuro próspero dentro de este sistema económico.

Desde hace algunos añosm se habla de la “happycracia”, término acuñado por Illouz y Cabanas para definir una forma de “conciencia feliz” al servicio del sistema económico actual, promovida desde la ciencia de la felicidad y la psicología positiva. Según explican, financiada por organismos internacionales, fundaciones y empresas y obteniendo respaldo en espacios académicos, políticos y económicos. El objetivo es gestar “un estilo de vida que apunta hacia la construcción de un ciudadano muy concreto, individualista, que entiende que no le debe nada a nadie, sino que lo que tiene se lo merece. Sus éxitos y fracasos, su salud, su satisfacción, no dependen de cuestiones sociales, sino de él y la correcta gestión de sus emociones, pensamientos y actitudes”, explica Cabanas en su exposición en TEDx Madrid.

Existe una ingeniería al servicio de hacernos creer que somos responsables de nuestra felicidad como seres individuales que persiguen sus propias metas sin ningún tipo de contexto social influyente. Para darle mayor credibilidad, incluso, se han introducido estudios que podríamos tildar de pseudocientíficos desde una rama de la “ciencia de la felicidad” que establecen que el 50% de la predisposición a la felicidad proviene de una transmisión de la información genética y tan solo un 10% de factores exógenos. Por otra parte, el 40% restante, dicen estos estudios, depende de lo que hagamos y, sobre todo, lo que pensemos. (Lyubomirsky, 1998)

Detrás de esos mensajes positivos y motivadores se oculta una dinámica perversa que reza: ser feliz depende de uno mismo. Esta idea también se encuentra acompañada por la concepción de una vida meritocrática, donde cada quien tiene lo que se merece. A mayor esfuerzo, mejor el premio o retribución. Esto deviene en la automotivación y la autooptimización, que resulta muy efectivas, ya que el sometido no toma consciencia de su condición y cree que es muy libre. Sin necesidad de que lo obliguen desde afuera, se explota voluntariamente a sí mismo creyendo que se está́ realizando.

Por ese motivo, encajan perfectamente las propuestas de “ser emprendedor” o “ser tu propio jefe”. Sin estabilidad, sin horarios fijos, sin un gremio que los ampare, sin una jornada digna de trabajo, el “emprendedor” da todo de sí para sentirse realizado “24×7”, es el lema que acompaña con la idea errónea de que nadie los comanda.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han (2021) propone la definición de “sociedad paliativa”, ya que los sujetos cuando no logran ser felices, consideran que ellos mismos tienen un problema. Esto lleva a una introspección permanente acerca de nuestro estado de felicidad. De este modo, en lugar de cuestionar críticamente la situación social, observar el contexto y ver qué es lo que ocasiona ese sufrimiento, “se privatiza y se convierte en un asunto psicológico” o médico, explica Han. En esta sociedad paliativa no se pide mejorar las situaciones sociales, sino los estados anímicos: “optimizar el alma, que en realidad la obliga a ajustarse a las relaciones de poder establecidas, oculta las injusticias sociales. Todo lo que genera angustia, dolor, impotencia es personal y no social”.

Todo sentimiento de infelicidad, que bien podrían motivar el observar a nuestro alrededor y propiciar una revolución que impulse cambios sociales, termina siendo medicado o divanizado. La industria farmacéutica se frota las manos y cobra importancia en el sostenimiento de este mundo feliz (y a que no adivinan quién es la principal productora de psicofármacos).

Terreno fértil para que surjan los coach emocionales y educacionales (vean esta parodia). Aquellos personajes considerados “líderes” que no son ni psicólogos ni docentes y que prometen programarte mediante palabras de aliento para que logres tus metas, trabajando en aspectos específicos como la autoestima y la motivación. Ya no los lees los mensajes en carteles, sino que te los reproducen en vivo y en directo: “sí, se puede”. ¿Les suena?

Así́ es como la psicología positiva, la neurociencia y la inteligencia emocional promueven la imperturbabilidad ante cualquier tipo de malestar social o injusticia, así es como sofocan cualquier llama que prenda la crítica o la revolución.

El capital mental en los diseños curriculares

El desembarco de estas ideas de felicidad en los currículums escolares no está lejos. Con un simple googleo aparecen variados cursos de posgrado o enfoques educativos en instituciones de todo el mundo que promueven estas ideas de motivación y autorregulación de las emociones como pasaporte garantizado a un mejor aprendizaje para una vida mejor.

La Argentina tampoco quedó ajena a esta “nueva corriente”, sobre todo, durante el período macrista y que persiste en las gestiones amarillas que se encuentran dentro del territorio nacional. En los diseños curriculares generados bajo la órbita de esa gestión es posible notar un campo semántico vinculado a esas “ciencias” que profetizan la felicidad desde el control de las emociones. Pero, ¿qué hay de malo en aprender a controlar las emociones, sobre todo, si existe una ciencia que lo avala, no?

Otra vez el (neo)positivismo mete la cola y nos entrega un discurso médico de autoridad que promete tener la clave “irrefutable” de la relación entre el funcionamiento cerebral y la educación. Así, aparece en la arena del debate en materia educativa el paladín de la neurociencia en la Argentina Facundo Manes, quien casualmente fue asesor en algunos documentos curriculares durante el macrismo. Es posible reconocerlo en “Capital mental”, realizado por el Ministerio de Coordinación y Gestión Pública de la provincia de Buenos Aires, Unidad de Coordinación para el Desarrollo del Capital Mental. Según se afirma en esa publicación, esta unidad fue creada con el objetivo de “asesorar al Poder Ejecutivo provincial en la elaboración de una política interagencial de protección y promoción de la nutrición saludable y la estimulación cognitiva y emocional” (2016, p. 4).

Allí aparece una definición de capital mental como el “conjunto de recursos emocionales y cognitivos de una persona” que se esboza a partir de una “integra nutrición adecuada, capacidad cognitiva, inteligencia emocional, capacidad de aprendizaje flexible y eficiente, resiliencia y capacidad de adaptación”. (2016, p. 6) A simple vista y en estas pocas líneas, ya se encuentran presentes esas palabras clave fundamentales de esta concepción.

El problema radica en que desde ese discurso médico y cientificista de las neurociencias se establecen lógicas educativas que moldean conciencias neoliberales, personas que funcionan bien en el sistema de producción, que naturalizan el status quo y no lo cuestionan. Pero, al mismo tiempo, se construyen referentes que resultan ser candidatos que lideran la opinión pública. Las empresas están interesadas en el control de las emociones para justamente hacer foco en la felicidad disciplinante. Desde esta perspectiva, en los ámbitos educativos o laborales, el fracaso es siempre personal, nunca social, contextual, político y/o económico.

Cuando hablamos de emociones, no se trata de motivar su expresión ni de “sacarlas todo afuera para que nazcan cosas nuevas”, como diría Piero, sino controlarlas, mesurarlas, apaciguarlas, dominarlas. Existe una idea de emoción desde el control, donde la moderación permanente lleva a estados de negación de las problemáticas, para evitar que afloren sentimientos negativos. Quienes tengan sentimientos fuera de control, obtienen un diagnóstico negativo que puede ser estabilizado bajo el suministro de psicofármacos.

Manes apareció en los medios de comunicación con un discurso científico en apariencia riguroso y como tal “apolítico” (recuerdan lo que dije más arriba, lo apolítico es siempre de derecha). Así fue que desde la fundación que preside, Ineco, colaboró con el macrismo «con el fin de potenciar los procesos de enseñanza y aprendizaje a partir del conocimiento acerca de cómo funciona el cerebro».

La neurociencia tiene mucha y buena prensa a favor, el punto acá es reconocer que no se trata de ciencia sino también de política o, si se quiere, de que la ciencia también tiene raigambre política. En el caso de las neurociencias es más que evidente, lo científico es político porque expresa un modelo de sociedad y de conciencia bajo la órbita del sistema neoliberal. Además, reduce todas los aspectos sociales del sujeto a un órgano, si bien importante, no determinante, como el cerebro. Este tipo de investigaciones dejan de lado a las ciencias humanas en un sentido amplio, para abordar cómo se vincula el sujeto con los conocimientos o con la educación desde el funcionamiento neuronal.

Así, la profesora de psicoanálisis en la UBA y magíster en ciencia política, quien también ha formado parte del equipo de Ernesto Laclau, Nora Merlin explica que «las neurociencias son disciplinas que estudian el sistema nervioso y pretenden explicar la conducta y el padecimiento mental según bases biológicas. Los psicoanalistas pensamos que son un anacronismo, porque el aprendizaje, la afectividad pasan por otro carril, no responden a la lógica de la neurona». (La Capital, 2017).

Pero más allá de la puja neurociencias y su objeto de estudio, el punto crucial también es pensar cuál fue el aporte concreto a la gestión macrista que no desbordó en brillantes hallazgos o avances en materia educativa, más bien, todo lo contrario. Hay un fracaso tangible, que no es solo discursivo, acerca de las promesas de Manes. Ahora vamos a relativizar, ¿fracaso o acierto? Porque si el discurso es la happycracia y la idea de la inteligencia emocional pareciera haberse ligado al sentido común de un modo tan fuerte que resulta uno de los contenidos más recurrentes a enseñar que solicitan ciertos sectores docentes, tan mal no les fue. Es que, si resuena por tantos lados, no puede ser malo. ¿No?

Todos hablan de educación, menos los docentes

Científicos, neurólogos, biólogos, especialistas, mediáticos y periodistas hablan de la educación. Hacen grandes informes acerca de lo que se necesita para educar mejor, realizan eslóganes, presentan sus ponencias en congresos y se citan entre ellos. Pero el problema es que esas teorías se encuentran lejos de la inmediatez de las prácticas cotidianas dentro del aula.

Seguramente haya buenas y grandes teorías acerca de la interacción entre los estudiantes y los docentes, cómo fortalecer el vínculo pedagógico, pero todavía la cosa no funciona. Ante un visible abandono escolar, desgano, falta de motivación, descontento o por qué no decirlo, desidia institucional, el docente debe buscar sus propias respuestas y caminos, en soledad, no vaya a ser cosa que lo responsabilicen también por no ser tan bueno, motivador o entretenido.

Ahora, creo estar en en condiciones de responder por qué la derecha ganó la sala de profesores. Justamente, por simular interés en escuchar a ciertos sectores de la docencia no solo con falsas promesas, sino también con disimulados mesías, cuyas biografías se construyen desde la combinación de la educación pública y el mito de la meritocracia. Es el candidato de ese sentido común que mencionamos al inicio de este ensayo de la happycracia, del “tú puedes”.

El hecho de que Manes sea candidato y aún sea definido como outsider habla muy bien de su enmascaramiento desde los medios de comunicación y también desde el sector político. El neurocirujano hace tiempo que está en campaña y acompañó a una gestión política que no puedo resolver ni los problemas de aprendizaje ni los del hambre, más bien todo lo contrario. Ahora, bajo el paraguas radical, se presenta a elecciones, como si se tratara de agua fresca, una renovación, “alguien nuevo”, que vino a “echarnos luz”. Como vemos en este caso y en varios otros, las candidaturas se construyen en los medios de comunicación y no desde la militancia territorial.

Por otra parte, de nuestra parte, desde el ámbito educativo, habrá que reflexionar en profundidad por qué la palabra “política” se torna algo impronunciable en las escuelas, en las salas de profesores, siendo que tendría que cobrar vida y relevancia. Dejar de sostener o alimentar esta creencia de asepsia o de “apolítica” es responsabilidad de las gestiones educativas, de los diseños curriculares y de la formación de los futuros docentes que se inserten en el sistema educativo.

2 comentarios en “La educación: trinchera de la happycracia

  1. Excelente artículo, que plantea sin medias tintas críticas a la «meritocracia de la felicidad».
    Una mirada sobre la educación y la política que nos refrescan que la vida es mas social que biológica, al menos para «esta» humanidad.

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