Por Agustín Caldaroni
La narración comienza en una tertulia familiar, cuando las tías Enriqueta y Espíritu despliegan un anecdotario que tiene como protagonistas a algunos integrantes de la familia Roca —la Familia Grande—, parientes de los invitados a la reunión, también nombrados como familia chica. Emilio Jurado Naón, el autor de este libro y eventual personaje de uno de los relatos, es tataranieto de Agustín Roca, hermano de Julio Argentino. La tertulia tiene una atmósfera de sobremesa victoriana, rancia, parece una sesión de espiritismo.
El narrador hace una descripción pormenorizada del clima vetusto de la velada deteniéndose en los atavíos del salón: desde los cubiertos, la comida, los juegos de mesa, hasta la carne decrépita de las viejas. El merodeo obsesivo por los objetos, las descripciones caudalosas, excesivas, le dan al relato un tono de otra época:
“Hay tazas, teteras, platitos de café, lozas y porcelanas que se empañan de vapor vespertino con cada tanda de chorros discretos vertidos en los cuencos; manchas en el mantel, hay, de lo que hubo: constelación de lamparones tenues y discretas gotas de materia oscura, puntual y densa, trazos difíciles de pegote, trozos de frutilla —hojas, pulpa, un tallo con mordiscos— envueltos en servilleta, la rodaja de un durazno arqueada en una cuchara con rastrojos de crema, azúcar que se evade y busca el suelo, migajas duras de un bizcocho y otras, lánguidas, de bocadedama embebida en té se desmenuzan”.
Es una narración que emula (u homenajea) y pervierte una poética de otro siglo; la estética romántica, sentimental, voluptuosa, hinchada de florituras y realces, en la época donde los que escribían eran miembros de las familias que digitaban el destino de la Nación: los Mitre, los Roca, los Mansilla, o el no tan patricio Sarmiento. La apuesta fuerte del texto es poder asimilar esas escrituras, volverlas grotescas y revitalizarlas. En el tema de los relatos encontramos la parodia; en el lenguaje, la perversión.
Durante la merienda dominguera que da comienzo al libro, se invoca a los protagonistas de estos relatos, los viajeros. Los hermanos Quique y Bebi, la primera dupla de viajeros, dos niños que deciden escapar una madrugada para viajar a Lima, Provincia de Buenos Aires. El segundo dúo de viajeros está compuesto por Alejandro y Marquitos, primos; aunque en esta escena no se trata de un viaje, los adolescentes caminan por Recoleta y tras un incidente con una florista, donde uno de los primos intenta robar unas fresias, son “rescatados” por el viejo Runciman —un aristócrata bufarrón salido del molde de personajes de Osvaldo Lamborghini—, que invita a uno de los adolescentes a su departamento. Por último, Julio Argentino Roca y un baqueano llamado Washinton Moreno, se aventuran campo abierto tras la batalla de Pavón rumbo a Buenos Aires, hasta que se topan con un viajero en el tiempo. Las andanzas de estas parejas de viajeros son cortas, escuetas en peripecias, cada posible fuga es cortada por un accidente que simboliza la mano de la ley.
Lo singular de estos relatos es cómo operan las fantasías de una aventura épica en la imaginación de los viajeros donde se tensan los imperativos familiares (que al tratarse de la familia Roca, son los imperativos de la nación liberal) con el deseo del riesgo y una escapada improductiva. Entre los personajes se dan contrapuntos sobre los motivos del viaje, por la mente de Quique y Bebi, pasan la Guerra del Chacho, alcanzar la gloria, hacer negocios, defender la honra de la Patria. En estos pichones de oligarcas, hombres de estado en ciernes, hay también una voluntad por romper con el destino familiar y entregarse a la llamada de lo salvaje, que bien resume Bebi: “todas las aventuras empiezan con una desorientación”.
La aventura de Julio A. Roca con Washinton hace patente la tentación por romper con el deber. En ese tramo de la narración se alcanza la mayor potencia, también a nivel poético se da el momento lírico más intenso y se corre del tono hilarante que venía llevando la trama con los personajes anteriores. El joven Roca frustrado por su retirada de la batalla de Pavón por orden de su padre, camina guiado por Washinton hacia Buenos Aires. Este baqueano es un hombre rústico, que conoce la naturaleza y escolta a Roca en su camino para sacarle unos mangos. Excitado por el paisaje, el joven Roca se ablanda (“Una fragancia lo inundó: aire renovador”), su cabeza de futura estatua empieza a humanizarse: “Se sentía libre por primera vez; libre de elegir los pasos que daba, libre de ir a la escuela, libre de la librea citadina y de la rígida postura del regimiento”. Va olvidando de forjarse un destino prometeico, se deja estar, ya no lo vemos como el conservador liberal masacraindios, su voluntad de conquista parece declinar. Hasta que irrumpe en la escena un viajero del tiempo, Jurado Naón, salido de un tronco inmundo, cubierto de “esperma cronotópico”, se trenza en una discusión con Roca y le vaticina en quién se convertirá en el futuro, el Roca de los billetes, el genocida.
La idea de conquistar el reconocimiento de la Patria, volverse efigie nacional, es el destino del liberal romántico, el hombre de Estado. El liberal de Estado podía tentarse con un punto de fuga hacia lo exótico, con barbarizarse, a diferencia de los liberales actuales, porque su lógica utilitaria no lo permite. El liberal de hoy no tiene licencias fuera del mercado, o peor: no las desea, el liberal de mercado no encuentra seductor nada que sea inutil, no rentable economicamente. No hay tentación posible fuera del mercado. Pero los primeros liberales de nuestro país, más allá de sus posteriores claudicaciones, podían sentir la fascinación por la barbarie, o por lo menos sublimaban esas sugestiones escribiendo memorias o ficciones. Este libro parece deslizar tácitamente la pregunta: ¿Qué hubiera pasado si los viajeros tomaban otros rumbos ajenos al linaje familiar?
La salida facil para un libro como este, donde se exhuman muertos ilustres, donde la novela histórica se mezcla con recursos de la ciencia ficción y se parodia el retrato familiar, sería la novela tipo Cesar Aira, o más que Aira, de un mal discípulo de Aira. Se corre el riesgo de caer en la acumulación de escenas surrealistas, que la parodia pase por tramas bizarras, personajes trazados como una caricatura y poco más que eso. Jurado Naón va por otro camino, pinta una atmósfera de época que no intenta ser naturalista, es un revisionismo personal, deforme y a la vez verosímil, tanto de personajes como de formas literarias. No vamos a forzar un análisis psicológico de por qué Jurado Naón elige a los Roca, una rama de su familia, como tema (tampoco el texto esclarece demasiado sobre eso), lo importante es que a diferencia de la literatura de la mayoría de nuestros contemporáneos que eligen una historia familiar como material narrativo, no cae en la lógica yoica, narcisista; acá lo familiar se escapa del corset íntimo, se expande volviéndose material político. Ahí está el mayor logro de este libro, actualizar una poética y saber universalizar una historia familiar.

Emilio Jurado Naón, Tópico de los dos viajeros, Palabras Amarillas, 2020.