Por Daniel Tevini
Dos o tres escalones para llegar al terraplén. Son los restos de un discurso amoroso. Dos o tres gaviotas con aceite de buque en el pico, perdidas en la tarde: huelen a contaminación, a basurero industrial, a mugre de río. Pero esto no es Manhattan, pienso, es Buenos Aires. Las gaviotas se desvanecen en el aire y es posible que ni siquiera hayan existido. En medio del terraplén, al pasar el kiosco de diarios, aparece la boletería. Entre las sombras, semiocultos, hay ejemplares de revistas porno. Son los restos de un discurso. Luego, a un costado, se encuentra el banco donde sentarse. Ocupado.
–sus ojos me miran–sigo de largo–
Unos jeans empapados de sudor y su olor acre en el aire. 32 grados en el terraplén, sobre el asfalto 40, dicen. La remera naranja se le pega a la espalda como papel engomado, se le pega a esos pectorales trabajados en regatas de un club de San Isidro, como si fuera un chongo. Son los restos.
María Schneider debajo de una columna de alumbrado, a más de diez metros, cruza la pierna y coloca la rodilla bajo el miembro viril de Marlon Brando.
Esta escena debería ser vista en blanco y negro… Pero esto no es París. Schneider y Brando. Una puta local, un estibador del puerto de abdomen crecido: un descamisado con músculos aún tiesos.
Y aunque sea de tarde. Nunca es tarde para desear.
–miro tus piernas–jeans también–subo por tus rodillas: la remera naranja, el cuello, la boca, tus ojos–nos miramos–
Hay cierta nostalgia del ser en los contenidos sedimentados del deseo.
(El olor acre de mis jeans se lanza en halo hacia el jean de tus pantalones y acaba por abrazar en su propio olor a los míos; los olores se deslizan por curvas, erizan pieles, elongan músculos. Los jeans laten en su propio deseo contra natura. Es el ritual del apareo, de animales en celo rondándose.)
El olor acre de los vaqueros mojados es un alucinógeno que comienza a marearnos.
–perverso–como un perro perverso–me decido por un juego de miradas–
Y en este infierno terrenal, en Sudamérica, el verano es una pesada carga: un acoplado por la pampa árida cargado de reses sedientas hacia el matadero. Tienen gotas que les caen desde el cuero, en la cabeza, hasta el párpado y les cierran los ojos, cuando los abren divisan el ombú con su sombra, y como en una letra de tango sueñan una insignia inscripta en los parantes del acoplado: “Es tan lejana la esperanza y tan al costado la piedad”. Y concluyen en un único pensamiento vacuno: La sombra es para unos pocos; un ombú no es un baobab.
En este infierno, vencer entonces esa mirada aburrida por la ventanilla de un tren, de esos fálicos trenes que nos llevan y nos traen por la pampa, y crear la tensión necesaria que ronda al apareo; después bajarse con una plena erección de los sentidos.
¿Pero son estas realidades plenas? No podrían serlo.
–el tren en lo lejano–y yo lo miro–y lo miro a él que se para, que se acerca–y miro sus ojos–él me mira–el tren me es nítido como me es nítida su mirada–
Espectro que deja el tren al rodar.
Alguien canta, anónimo y solitario desde un asiento con olor a cerveza rancia. Camino dos, tres pasos, y dos, tres veces, pienso en el vagón hacia dónde va él y me decido.
¿Cómo se traduce un ruido?
–Tangaraun–taraun–tarangaraun–
El tren se bambolea y mientras avanza hacia otro vagón, sus caderas se menean en un blues violento, neoyorquino, los pasajeros mueven sus cabezas con igual avidez, los jeans exhiben médanos azules y apretados, de aquí hacia allá (una erección en la entrepierna, una billetera abultada sobre la nalga en declive), los pasajeros sueñan con sacar la lengua, abandonar su urbanidad y rozarla, pero se mojan los labios como si se prepararan para un festín sediento de una masculinidad que no va a ser.
–Tangaraun–taraun–tarangaraun–
Otra vez, vanos intentos de realidad: el arte no imita a la vida.
Los pasajeros duermen y él sólo ha logrado golpearse la cadera contra los asientos, sin sustraerlos del mundo. ¿Cómo es posible que sólo yo vea la belleza morbosa en la tirantez de esa lona de color azul? Entra a otro vagón. Acaso lo espere Pasolini, quizá desnudo, tal vez al palo, rodeado de chonguitos que venden estampitas, o sabandijas que piden para comprar un saché de leche: sus ojos como dos lentes de cámara estarían escrutándolos. Entro al vagón siguiente. Él levanta la cabeza cuando me ve llegar y ahora sonríe y dice: “Te estaba esperando”, y baja la vista y también la bajo. Tiene pantalones, zapatillas importadas, una remera naranja para hacer surf en el trópico o practicar remo en San Isidro, por esos ríos que rodean Buenos Aires.
–intenta reír–me siento enfrente–intento reír–
La soledad turba la mente de cualquiera.
Los dos miran ahora hacia la puerta que comunica al furgón, por la ventana ven a un carnicero, cuchillo en mano, amenazando a una vieja vaquillona que vivió desde siempre en Capital; los dos se ríen a carcajadas porque el deseo se apropia de todas las escenas, el resto de los pasajeros observan sin entender; el ratero se da vuelta con la navaja amenazante, la anciana capitalina grita, el ratero se lanza del tren.
Revuelo de viajantes.
Acerco mi boca a su oído y le susurro: «Creo que lo que pasó…”. Me dejo escuchar: “...me llamo…”, “…me gustan tus…” Deja que mi boca se acerque a su oído una vez más y no le digo nada, le rozo el lóbulo con la lengua.
El tren llega a Chacarita.
Cementerio de la Chacarita. Estación terminal.
Entre tanto puesto de flores debería haber una manifestación de muertos, tendrían que pedir por una bóveda digna o que se les otorgue un salario familiar a tanto nicho compartido.
Bien entendida, la protesta, una manifestación, es sólo una emoción anal para alguien que ya nació con una cuenta en el banco.
Sus manos me rozan impunemente a la vista del mundo y de las crucecitas de las bóvedas. Dos, tres pasos, para llegar hasta un bar.
La trampa del deseo y del sexo en su desdén ideológico.
Ya nada fuera de nosotros puede conmovernos, pienso o digo, no lo sé.
Se invitan a un café, se preocupan por cederse el asiento, se disculpan, hablan sin decirse nada en especial, se perdonan, se pelean por pagar: se desconocen. Celan de su sexo, examinan el territorio, lo demarcan. Uno de ellos ingresa a ese lugar caldeado, se atreve y arremete con una cornada imprevista. Pero el que recibe la cornada decide que no, que con ese efecto del Eros sobre lo actuado, de un Eros sobreactuado, le basta, que no lo necesita ahora. “No soy esa clase de puto”, le dice. Piensa que la ausencia de deseo también es la muerte y la soledad. “Y aunque no quiero estar muerto, pretendo estar solo conmigo por ahora”, dice y además, lo deja en la mesa. El otro, con la remera naranja aún más pegada al pecho, lo ve irse por la puerta del bar con los ojos dolidos, extrañados.
Él camina dos, tres veredas. Al llegar a la esquina, da la vuelta y cuando el otro no lo ve, mientras nadie lo mira, en un efecto de, ¿vampirismo, alquimia física del cuerpo, de castración freudiana?, tuerce su cuello como lo haría un cisne, lo curva hacia sí mismo, lo embucha hacia adentro como una anémona de mar, su figura muta hacia otro estado de las cosas y después florece en una Leda. Ahora es una Leda, una nueva Leda de senos redondos y teatrales, con pezones firmes y una cabellera larga, femenina; con su sexo sediento y vertical. Se dirige a tomar un colectivo.
Puta al fin, como todos.
Tomo un colectivo. Alguien me cede el asiento para espiarme las piernas que asoman por una minifalda estrecha, desde el espejo retrovisor. Luego, llegar. Descender dos, tres escalones, para bajar del colectivo. Unos chinos me miran sedientos como si fuera un pato laqueado.
Colectividad: puede encarnar la idea de un mapa con todo el recorrido de la línea y de cada uno de sus puntos nodales, o acaso se refiera a un grupo humano signado por una marca en el anca como se yerra al ganado, una marca omnipresente.
Descender por las calles de San Telmo de acuerdo a un mapa prefijado, y reconstruir esa marca universal que nos humanice, como ese sueño de Juan Carlos, o las palabras que dicen un sueño que tuvo Juan Carlos, que ahora está esperándome en su casa, en su cama, con la espalda desnuda y el sexo tibio entre las sábanas y su abdomen.
“Entraba en una casa tomada”, había dicho Juanca, (comenzaba a adoctrinarme), “era un enorme caserón que había sido un palacete, estaba sucio, vacío, ponzoñoso, la pestilencia del basural en los jardines era el síntoma más real de nuestra época. Dos acacias milenarias custodiaban la entrada y desgarraban a quienes intentábamos huir…”. Luego, Juanca, llegaba a la misma conclusión: “La huida de lo sexual determina hoy nuestras conductas viables. La histeria es el síntoma de la nulidad de nuestra época”, y remataba: “La clase alta se prostituye, la baja se vuelve violenta, sólo la clase media va a desaparecer porque sus pulsiones se disuelven en la necesidad de supervivencia”, etc., etc., las definiciones eran de Juanca siempre, y aburridas siempre. Juanca bajaba cada tanto los ojos sobre una taza de café negro mezclado con aspirinas para soportar el cansancio.
Ella llega con sus senos redondos. Juanca no está, no está para esos senos siquiera. Hay una nota pegada en la puerta: Me quedé sin trabajo. Juan Carlos. Desde un negocio situado frente a su casa, un verdulero, agazapado entre un cajón de verdes pepinos sedientos de virginidad, la mira. mira sus piernas, mira sus rodillas y suda bajo el efecto de la canícula a la tarde. Ella se lleva una mano al abdomen desnudo, bajo la remera, y se lo acaricia mientras se levanta el borde de la minifalda, sólo ese poco, para mostrar la perfección de sus muslos. El verdulero en cuclillas se acaricia con disimulo la entrepierna, y se pone en cuatro patas como queriendo atrapar algo que cayó entre los cajones, como queriendo ver aún más, más adentro desde esa otra vereda. Ella cruza decidida. Dos, tres pasos, hasta llegar al local. Él intenta levantarse. Ella le indica que no lo haga. Se acerca, apoya un pie delicado sobre la espalda de él y lo deja ver, lo deja mirar el interior de sí misma: el pubis, los pelos deslizándose en abanico, los labios sedientos, su olor a hembra en apareo. Él, habla de frutas y cajones: “Tengo unas frutas bárbaras”, dice.
Ella se dirige hacia el fondo del local, hacia el fondo de sí misma. “El sexo es una cuestión de clases en pugna”, piensa que diría Juanca; va a terminar en una habitación mugrienta y amarilla de humedad, o en una pieza de chapas al sur, al sur de sí misma. Él, al pasar, toma una berenjena del cajón como para sugerir algo que a esa altura ya es obvio. Ella se esconde tras unos cajones y, como para calmar esa sed, esa clase de sed, se mete un dedo húmedo, dos, tres, una mano entera, después un brazo, entonces su cuerpo se da vuelta sobre sí como un guante y se transmuta en un felino. Al llegar él, ella ha desaparecido. Sólo hay un gato mugriento relamiéndose el culo. El gato escapa del local hacia los edificios, sus terrazas y sus cielos.
Ahora te espera un perro en esa terraza, un perro con su genitalidad, que no va a consentir en vos a ese felino, te va a destrozar con sus dientes, te va a triturar, va a reconocer en ese cuerpo a su enemigo. No clavará su sexo, clavará sus colmillos mientras la patrona cuelga la ropa y lo llama.
La especie perpetúa la guerra.
“Rubén, Rubén”, grita entonces la patrona. Ahora ya lo sabés: el perro es macho y argentino. Es un animal. Te va a matar. La patrona te ve mientras cuelga las sábanas. El andar astuto y delicado, no te va a servir. La histeria no te va a servir de nada.
La patrona junta al fin los restos del animalito con una pala y la escoba. Mira al perro. “Rubén, Rubencito, mi amor. Hoy no me queda plata para darte de comer. Pero no importa”. Coloca los restos sobre el plato y le dice: “Acá tenés mi amor, tu lindo gatito muerto”.
El verdulero, pensativo, sentado sobre un cajón de fruta, come apático una banana. El chico de San Isidro, mira sin interés un capítulo de South Park en su cuarto que da al río. Juanca remueve con una cucharita tres aspirinas en una taza de café y repite ensimismado, para sí: La clase media va a desaparecer.