Democracia y conciencia cívica o moral social en dosis homeopática

El texto (inédito en español) problematiza la relación entre la democracia liberal y el bien común. Postula que el concepto clave del republicanismo europeo dejó de ser la virtud política y fue sustituido por el paradigma del interés propio racional en el marco de una revolución francesa que daría inicio a la Modernidad.

Por Karsten Fischer/Facundo Anseloni*

   La combinación “democracia y conciencia cívica” se oye con mucha frecuencia y, en la mayoría de los casos, lo que se quiere decir es que la “democracia requiere conciencia cívica”. Sin embargo, este tipo de fórmulas —por no decir un lugar común— constituye en todo caso más un problema que una solución. De modo tal que conviene el tratamiento un poco más crítico y preciso de la relación entre democracia y conciencia cívica de acuerdo con los siguientes tres puntos: en primer lugar, nos preguntamos en qué medida la democracia depende efectivamente de la conciencia cívica. En segundo lugar, debemos aclarar por qué la relación entre democracia y conciencia cívica es, sin embargo, problemática. Y, en tercer lugar, hace falta concentrarse en el problema de la conciencia cívica y formular con claridad la pregunta: ¿Cómo sería posible una “gestión de la conciencia cívica” en una sociedad democrática?

I. La democracia y su dependencia de la conciencia cívica

   La relación de dependencia entre democracia y conciencia cívica no es para nada una idea posmoderna de discursitos políticos de poca monta.  De lo que se trata aquí es, en realidad, de una idea central de Charles de Secondat, Barón de Montesquieu (1689-1755), uno de los más importantes precursores de la democracia moderna. En efecto, no solo se retrotrae a Montesquieu la idea de la división de poderes, sino también la concepción de que las democracias, distintas en este punto a todas las otras formas de gobierno, dependen de las virtudes cívico-morales de sus ciudadanas y ciudadanos. Todas las formas de gobierno tienen, según Montesquieu en el tercer libro de su Espíritu de las leyes, un determinado fundamento o, en palabras modernas, un determinado principio de funcionamiento. De esta manera, la monarquía se apoya en el principio del honor que funciona como integrador social. Por su parte —nuestra generación ya lo sabe— la dictadura se apoya en el terror. Pero la democracia, subraya Montesquieu, se apoya en la virtud de sus ciudadanos. Esta forma de gobierno, según él, no puede funcionar como una sociedad de personas que buscan la maximización de sus beneficios de manera absolutamente egoísta. Una república, siguiendo este razonamiento, requiere que “se prefiera de continuo el interés público al propio” (IV, p.5) sin que esto deba ser impuesto por la fuerza del Estado, puesto que las repúblicas democráticas pretenden abstenerse de la represión. Sostiene Montesquieu que la virtud política democrática implica, entonces, que el interés personal —por lo demás legítimo— de los ciudadanos y ciudadanas se subordine voluntariamente al bien común al menos en los casos en que, de no ser así, la sociedad en su conjunto sea perjudicada, por ejemplo, desde un punto de vista ecológico o en el caso de abuso reiterado de los sistemas de seguridad social. Para resumir, la virtud política en la democracia significa poner en práctica voluntariamente la conciencia cívica.

   Acabamos de introducir otro concepto que resuena constantemente cuando se trata de democracia y conciencia cívica: el bien común.

   Hasta bien entrada la Edad Moderna, el bien común y el interés particular eran —según conceptualizó Reinhart Koselleck— antónimos asimétricos, es decir, binomios “con pretensión de universalidad que están diseñados para excluirse mutuamente”: o bien uno perseguía su interés propio y particular, o bien renunciaba a esta inclinación natural y, en cambio, actuaba deliberadamente de modo ascético en vistas del bien común. Esto se modificó cuando el concepto clave del tradicional republicanismo europeo, a saber, la idea ya explicada de la virtud política, fue sustituida por el paradigma del interés propio racional y bien intencionado en el marco de una revolución francesa en ciernes que daría inicio a la Modernidad. De esta manera, la mayoría de las teorías contractualistas modernas apuestan a que el mercado como institución sea capaz de armonizar el comportamiento especulativo y egoísta de los individuos de forma tal que resulte lo mejor para el conjunto. El lugar de las intenciones cívico-morales de los ciudadanos es ocupado, entonces, por mecanismos institucionales.

   Este planteo es el que encontramos, por ejemplo, en Immanuel Kant y en Adam Smith. “El problema del establecimiento de un Estado”, dice el primero en La paz perpetua, “aun cuando se trate de un pueblo de demonios”, tiene solución; “basta con que éstos posean entendimiento”. Aquí, coincide Kant con la famosa tesis del filósofo moral escocés Adam Smith, uno de los más importantes precursores de la economía de mercado capitalista. En su obra La riqueza de las naciones sostiene que, gracias a una mano invisible, se produce un bienestar tanto mayor para el conjunto, cuanto más intensamente se persigue su contrario, es decir, el interés particular, puesto que, según Smith, “no es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés”. Esto significa, traducido a un lenguaje más llano, aspirar a su beneficio. Si cada uno persigue el interés propio, se alcanza, entonces, el bien común gracias a un maravilloso mecanismo del mercado.  Con esta confianza alcanzó Smith, en cierto modo, el logro semántico del liberalismo que consistió en reconciliar el interés particular con el bien común y disolver su contraposición tradicional.

   Sin embargo, más allá de que uno confíe en mecanismos del mercado como Smith o en mecanismos de las instituciones políticas, ligadas a la racionalidad, como Kant, lo decisivo aquí es lo siguiente: el ideal del bien común es disociado de las intenciones de los actores sociales, o sea, de su conciencia social, y se lo deja en manos de un automatismo que podría considerarse el núcleo duro del pensamiento político moderno.  Este automatismo consiste en pensar que se puede prescindir de las buenas intenciones de los actores sociales, de su conciencia cívica, siempre y cuando el “diseño institucional” sea el adecuado. Claus Offe lo describió una vez con una linda metáfora: el capitalismo es una obra de teatro que puede ser representada, aun cuando todos los roles protagónicos sean interpretados por canallas. Lo mismo vale para la democracia, si uno es consecuente con el pensamiento kantiano.

   La tradición del pensamiento político que comienza con Montesquieu y se extiende en Alemania con Hegel, sin embargo, plantea este asunto de otra manera y permanece obstinada en la idea de que la democracia no puede existir sin una conciencia social reflexiva y voluntaria entendida como una perceptible renuncia al interés particular.

II. La conflictiva relación entre democracia y conciencia cívica

   La relación de dependencia entre democracia y conciencia cívica, entendida como una orientación voluntaria a cuestiones que hacen al bien común, conlleva, naturalmente, nuevos problemas.  Puesto que, si se lo analiza correctamente, entre el bien común y la conciencia cívica hay una relación circular: el concepto de bien común describe el punto de orientación normativo del comportamiento social; el de conciencia cívica, la disposición de los actores sociales a orientarse de acuerdo con este ideal normativo. El ideal normativo del bien común nos indica, entonces, qué cantidad y qué tipo de conciencia cívica debemos reunir, pero, a la inversa, la existencia de un mínimo de conciencia cívica es el presupuesto motivacional para que exista la disposición a orientarse según este ideal normativo.

   Ahora bien, para simplificar podríamos describir esta relación circular como una economía de la conciencia cívica y preguntarnos cómo surge, cómo desaparece y cómo se puede asegurarla. Pero en el preciso momento en que pensamos la relación entre democracia y conciencia cívica, nos topamos con una problemática compleja. En efecto, a la democracia no solo se le presenta el problema de que la conciencia cívica, si bien tiene una importancia vital para este sistema de gobierno, es un recurso cívico-moral incierto y mutable. Además, debe enfrentarse a algo mucho más complejo que Ernst-Wolfgang Böckenförde formuló y popularizó como una paradoja: las democracias liberales se sostienen a base de supuestos cívico-morales que no pueden reproducir precisamente por ser liberales. Para saber con precisión los grados de libertad que pueden concedérseles a los ciudadanos y ciudadanas —en qué medida el Estado puede confiar, para retomar el ejemplo anterior, que los problemas ecológicos serán atendidos y que no se abusará de los sistemas de seguridad social— un Estado democrático debería conocer en cada caso el nivel actual de conciencia cívica. Paradójicamente, esto solo sería posible si hubiese un control sobre las ideas de los ciudadanos y las ciudadanas, pero entonces dejaría de ser un Estado democrático y liberal.

   La democracia, entonces, es dependiente de recursos cívico-morales en los que se reproduce la conciencia cívica, pero a los que no tiene acceso. Sin que podamos entrar en detalles en el marco de este trabajo, hay que mencionar dos ámbitos de especial importancia en este asunto: por un lado, como Böckenförde subraya, la religión y, por el otro, la formación política que el Estado democrático promueve, pero que él mismo no controla, sino que se organiza de forma plural.

   Todo esto conduce a la pregunta final: ¿cómo sería posible una “gestión de la conciencia cívica” en una sociedad democrática?

III. Gestión democrática de la conciencia cívica

   De la aporía de Böckenförde y, por lo tanto, directamente de los requisitos de una democracia liberal se deduce que semejante gestión democrática de la conciencia solo puede realizarse administrando homeopáticamente pequeñas dosis de moral social. Pero, además, hay otras razones para la implementación de esta metodología fundadas en la fragilidad motivacional de la conciencia cívica. El científico social estadounidense Albert O. Hirschman puso en evidencia que los ciudadanos oscilan entre el compromiso y el desencanto, el bien común y el interés particular y que la conciencia cívica, por lo tanto, no es un valor constante. La historia de la República Federal Alemana confirma este comportamiento oscilante. A un período de orientación al interés privado durante los años del milagro económico le siguió la politización extrema del movimiento del 68, que llega incluso hasta las iniciativas ciudadanas, el movimiento antiatómico y el pacifista de los años 80. A mediados de los 90, sin embargo, puede observarse nuevamente un distanciamiento de la política y una reorientación a la esfera privada.

   A la luz del descubrimiento de Hirschman, parece conveniente someter a un control tanto de sobreexigencia como de subexigencia —en palabras de Alfred Gierer— a todo tipo de presión que recaiga sobre el frágil recurso de la conciencia cívica. Puesto que, si se la exige demasiado poco, puede debilitarse la disposición de los ciudadanos y ciudadanas a un comportamiento cívico-moral. Si, por el contrario, se recurre a ella con demasiada frecuencia, demasiada intensidad o de maneras poco confiables, existe el peligro de que su desgaste sea igual de intenso.

   Semejante problema de desgaste podría aparecer, por ejemplo, cuando se decide ampliar el tamaño de la comunidad que conforma el grupo en que se busca crear conciencia cívica. En tal caso, las representaciones del bien común y los recursos de la conciencia cívica originalmente limitados a nivel regional o nacional se extenderían a un nivel supranacional que, para la experiencia individual, resultaría menos comprensible y le sería más difícil identificarse con aquellas representaciones. En términos abstractos: la relación entre conciencia cívica y el tamaño de la entidad política y social que se le aconseja es inversamente proporcional, es decir, cuanto más grande es el grupo de referencia de una determinada representación de bien común, menor es la posibilidad de que la conciencia cívica funcione efectivamente.  Exagerando las cosas podría hablarse de una dialéctica entre bien común y conciencia cívica: Cuanto más intensas son los postulados del bien común con los que se intenta despertar conciencia cívica y mayores las pretensiones con las que se imponen, tanto mayor el peligro de un desgaste de los recursos cívico-morales y esto significa una recaída de la conciencia cívica en una maximización egoísta o, como mínimo, particular, de los beneficios.

   Por un lado, llamar la atención sobre la compleja dependencia que la democracia tiene de la conciencia cívica y consecuentemente, por otro lado, administrar en múltiples aspectos dosis homeopáticas de moral social es el remedio necesario para la sociedad democrática y liberal, sin dejar de sopesar de la forma más precisa posible los riesgos y los efectos secundarios.

*Texto inédito en español, traducción de Facundo Anseloni para Revista Punzó.

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