La memoria, los trabajos y los días

Por Rolando Pérez

A diferencia de la mayoría de los tipos en edad de trabajar, el dos mil uno me encontró en una posición acomodada, yo tenía trabajo. Era mozo en un bar de Bolívar y Moreno donde, por las mañanas, se juntaban a tomar café con leche y medias lunas muchos alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires, y por la tarde, whisky o Fernet algunos legisladores del edificio de la calle Perú. Un año antes había hecho un viaje a Nueva York y California para reunir fondos que en aquel entonces se llamaban de riesgo. Era gerente de una punto com que habíamos fundado con un grupo de amigos luego de que el intendente Fernando De La Rúa nos echara de la Legislatura de Buenos Aires. Dos años antes, sin embargo, era un enfermero de coronarias en el ya desaparecido Sanatorio Metropolitano que luego de la guardia tomaba clases de Filosofía en la Universidad de la calle Puan, en Caballito. La historia de cómo en tan sólo unos pocos años había saltado desde el cuarto piso del sanatorio hasta la planta baja del Bar es algo que ni yo mismo puedo entender del todo y que, me parece, cuando lo pienso, más una picaresca del realismo mágico latinoamericano que una serie de acontecimientos reales. Algún día, tal vez, me llegue el turno de sentarme a escribir esa historia verdadera que a todo el mundo le parecerá una novela increíble.

Dije que fue De La Rúa quien nos echó de la Legislatura pero en realidad no fue él, sino Aníbal Ibarra. Un campeón del progresismo de aquellos años que se dio cuenta, después de un viaje a México, que el artífice de la modernización informática instalada en el renovado edificio de la calle Perú había cometido el crimen de acostarse con una de sus secretarias. Tenía cinco Aníbal. Era un muchacho muy ocupado en ese entonces cuando faltaban unos seis años para Cromagnon y algunos más para que un programa de televisión se diera cuenta que el bueno de Aníbal escenificaba su popularidad callejera con afiliados y colaboradores. Dije que nos echaron y dije mal, en realidad, fue un amigo al que expulsaron cuya iniciativa y conocimientos habían hecho realidad, la idea de modernizar el departamento de informática colocando fibra óptica en todo el edificio, entregando computadoras portátiles a los legisladores y ofreciendo, para el buen desempeño de sus funciones legislativas, un curso personal a cada legislador sobre internet, manejo de información y votación electrónica y redes. Nosotros, a decir verdad, renunciamos cuando nos avisaron que lo echaban a él. Entonces, en ese momento yo era, previo al mozo en el bar de Bolívar y Moreno, y al Gerente Operativo de la punto com, el encargado de dar las clases sobre Internet y manejo de computadoras a los legisladores. Tengo recuerdos imborrables de aquel laburo, como por ejemplo, la vez que me tocó ir a darle su clase de computación al legislador Patricio Datarmini, un histórico dirigente del sindicato de los municipales. Ni bien me vio entrar con la laptop me gritó: ¡ni un paso más! ¿adónde te crees que vas? A ningún lado, legislador. Vengo a darle su clase de computación para que pueda votar, le respondí. Como usted sabe, van a digitalizar las bancas. Me importa un carajo, me gritó. Si por mi fuera le prendo fuego a todo el departamento de ustedes. Y luego de un silencio durante el cual nos quedamos mirándonos, me preguntó, muy serio: ¿Vos sabés lo que es un ludista? Y sin esperar mi respuesta continuó, un ludista es un dirigente obrero que destruye máquinas para conservar su trabajo. Los guachos como vos, que manejan esas mierdas, nos van a dejar sin laburo a todos. Cada día que pasa me vuelvo más ludista. Así que si no querés tener problemas conmigo no te me acerques porque te la rompo. Yo me quedé parado en la puerta de su despacho, con la laptop del legislador en la mano derecha y la guía para el buen desempeño de la intranet legislativa en la izquierda. Entonces apareció un asesor, se acercó a Datarmini y, hablándole como a un chico, con voz dulce y compasiva, le dijo: Patricio, todos los legisladores se comprometieron a tomar al menos una clase. Datarmini se reclinó sobre su silla y sonriendo, le escupió: ¿Ah sí, no me digas? Y luego me miró, bajó la vista con desprecio hasta la laptop que yo tenía en la mano, se levantó y vino caminando derecho hacia donde yo estaba. Creí que me iba a sacar la computadora y la iba a tirar al piso para saltar encima hasta romperla. Pero no hizo nada de eso. Se fue, sencillamente, de la habitación, y desde el pasillo que llevaba al ascensor de hierro con puerta tijera, antes de meterse dentro gritó: ¡La puta madre que los parió a todos! Firmale el papel de la clase y que se vaya. No quiero volver a ver a ese pendejo en mi despacho. ¡Nunca! Datarmini sabía de lo que hablaba. Era un visionario.

Fue un año increíble ese. Fue el año, lo recuerdo como si fuera ayer, en el que el legislador Miguel Doy descubrió que su esposa y jefa de asesores, Mónica Amoroso, era una informante de la Policía Federal. Yo estaba parado esa mañana, otra vez, con la compu en una mano y la guía en la otra justo en la puerta de su despacho, esperando para darle su clase de computación cuando comenzaron los gritos de todos, las corridas de los asesores, el llanto de una secretaria. Miguel, humilde y austero como su jefe político, Gustavo Beliz, sólo tenía una. Es claro que en ese momento no entendía qué estaba pasando y se me ocurrió que tal vez el legislador Doy era, como Datarmini, un feroz ludista, de manera que llevé la compu que tenía en la mano a mi espalda en un estúpido e ingenuo intento de protección. Ninguno de nosotros tenía una laptop ni soñaba con tenerla así que las tratábamos como se trata un sueño imposible, con admiración y respeto. Sólo después de que salieran todos corriendo atrás del legislador Doy y me dejaran con la secretaria llorosa comprendí que el alboroto no tenía nada que ver con mi clase de computación. La pobre chica, sentada en su escritorio, con los ojos rojos como un conejo decía una y otra vez: no puede ser, no puede ser, no puede ser. Pero podía, y fue real; tan real como el giga de porno que un compañero de nuestro equipo de laburo guardaba en el servidor principal del edificio de la Legislatura. También en eso estábamos adelantados a nuestro tiempo. Después nos echaron, pero no por el porno legislativo, después fundamos la punto.com con el mismo grupo de amigos, y después de conseguir una inversión de riesgo en Silicon Valley se cayó la bolsa del Nasdaq y nos fundimos.

Era marzo del 2000. Yo soñaba con ser escritor. En realidad, con un laburo que me dejara tiempo para escribir. Pero tenía una hija de un año apenas, y acepté entonces, forzado por la situación, un laburo de carancho para una firma de Abogados del Once. Trauma se llamaba la empresa. Mi tarea consistía en visitar hospitales, a cualquier hora del día o de la noche, para encontrar personas lesionadas en la vía pública, y convencerlas de iniciar una demanda de reparación monetaria. Nunca fui bueno para convencer a nadie, de nada. Aristóteles me habría echado del Liceo, sin dudas, en el primer examen de retórica que me tomara. Sólo duré unos meses y el 2001 llegó, como se había ido el 2000, sin trabajo. Por eso fue una bendición para mí y para mi familia, que un amigo me ofreciera el puesto de mozo en el Bar de Bolívar y Moreno. Al menos tendría algo para mitigar la miseria que combatíamos en casa a base de ingenio, de privaciones y ofertas de supermercado. En apenas dos años había pasado de dar clases de computación a los legisladores, a manejar la operatoria de una punto com, a buscar clientes en hospitales, para terminar atendiendo las mesas del bar adonde iban los pibes del Nacional y los borrachos de la Legislatura. Estaba tan agradecido por el laburo que accedí sin chistar cuando la dueña me dijo que las propinas debía compartirlas con ella, porque la ganancia era poca y había que poner el hombro, simbólicamente hablando y los billetes y las monedas, de manera real en un frasco de aceitunas, que ella misma había colocado atrás de la caja registradora. En el televisor de ese bar vi el ataque del 11 de septiembre a las torres gemelas, y vi también, hace exactamente veinte años, la plaza que comenzaba a llenarse, en la mañana del 20 de diciembre.  La noche anterior había marchado a pie desde Flores hasta el Congreso y había visto, con una mezcla de miedo y esperanza realmente indefinible, como prendían fuego a las palmeras que dan a la calle Paraná. La cosa se ponía fea para el Gobierno del divertido señor De La Rúa. A la tarde, aquel 20 de diciembre, luego de que la caballería hiciera saltar chispas al adoquinado y a la cabeza de la gente que iba a manifestarse, el bar cerró y con un amigo nos metimos en la protesta popular. Nos fueron corriendo desde la plaza de mayo hasta la de Once con plomos y gases. Tuvimos suerte, ninguno de los dos sufrió heridas graves y cuando a la noche volví a casa, María me estaba esperando con una cena de arroz blanco y atún desmenuzado. Esa comida ligera y a veces polenta o fideos, serían la alimentación básica durante los próximos años, que fueron duros para nosotros pero que, al mismo tiempo, estaban cargados, vaya a saber uno por qué, de alegría y de esperanza. Teníamos una nena que había nacido con el milenio y teníamos sueños de teatro, de escritura, de música, de arte. Algunos, esta nota es una prueba evidente, se cumplieron de algún modo. Otros siguen pendientes y tal vez nunca podamos hacerlos realidad. No importa. Lo que sí importa es conservar en la memoria los hechos del pasado que nos ayudan a entender quiénes somos, de dónde venimos y cuál es nuestro horizonte. Tal vez por eso es que todavía hoy, cuando me encuentro en el centro, sobre la Avenida de Mayo o sobre la nueve de Julio, me gusta comprar una cerveza helada y antes de tomarla, tirar unas gotas sobre las placas que recuerdan a los asesinados por la represión del gobierno de De La Rúa. Es una ofrenda personal, una manera de decir gracias por haber estado conmigo ese día; de decir yo no te olvido, te recuerdo, te llevo en la memoria. Porque, al menos nosotros, no olvidamos.

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