La flamante novela de Rolando Pérez narra los avatares que enfrenta un enfermero tras perder sus anotaciones y al protagonista de la historia. Un minucioso trabajo narrativo sobre los intersticios de la memoria.
Por Marcelo Ibarra
Desde el intento de Ulises por regresar a Ítaca, la disputa entre la memoria y el olvido es un tópico en sí mismo para la literatura. Las sirenas, los lotófagos, los cíclopes, Circe, Calipso, Poseidón son, en mayor o menor medida y con más hostilidad que hospitalidad, no sólo los antagonistas que el protagonista “fecundo en ardides” debe vencer para volver a su patria, sino los obstáculos entre el héroe que vuelve de Troya y su recuerdo vivo para su pueblo. Si se queda en alguna de esas islas, si prueba la flor de loto, si se lo desayuna Polifemo, su recuerdo se extinguirá para Telémaco, Penélope, Laertes y toda Ítaca.
La trama de Pinchus podría resumirse así: el enfermero de una clínica tiene por hábito tomar apunte de las historias que le cuentan los pacientes y, por un descuido doméstico, una noche de tormenta, donde Zeus desata su bronca contra los mortales, la libretita donde anotaba todo fue destruida por la lluvia, con el agravante de que el protagonista del último relato, un enigmático viejo lituano, también desaparece de la clínica. Entonces, la tensión dramática de la novela consistirá en la búsqueda, minuciosa, exhaustiva, por momentos desoladora, de Pinchus Vesprosvanoy. Se trata, en suma, de embarcarse en una odisea en el intento por reconstruir un relato.
En un esclarecedor monólogo interior, el narrador razona: “Supongo que siento algo de culpa por haber perdido el relato de Pinchus y creo que por ahí anda escondida la razón de que no pueda abandonar su búsqueda. Porque de alguna forma él vive para mí en aquello que me contó del mismo modo en que algunos recuerdos, constituyendo en su origen quizá sólo una fracción muy pequeña del tiempo al que están indisolublemente asociados, pueden condensar y ser ellos solos representantes reales o ideales de un estado del ser” (p. 101).
La trama de la novela transcurre en un solo día, un viernes, desde el comienzo hasta el final de la jornada laboral. Está dividida en tres capítulos: “La mañana”, “Al mediodía”, “Por la tarde” y agrega, sobre el final, una especie de epílogo titulado “Tres mitos”, que el narrador repasa en su memoria, ya que era una actividad de escritura que debía realizar como estudiante universitario. Claro que un día en la vida de cualquier hombre reviste un sinfín de hechos, desde encuentros sexuales furtivos en el ámbito laboral, encontronazos con el marido matón de una compañera de trabajo, descripciones de las tareas que debe realizar un enfermero para dejar en óptimas condiciones un flamante cadáver, hasta recuerdos, fábulas folklóricas y parábolas religiosas. Como diría Jorge Luis Borges sobre el Ulises de James Joyce en el poema dedicado al autor irlandés: “En un día del hombre están los días/ del tiempo, desde aquel inconcebible/ día inicial del tiempo, en que un terrible/ Dios prefijó los días y agonías/ hasta aquel otro en que el ubicuo río/ del tiempo terrenal torne a su fuente/ que es lo Eterno, y se apague en el presente/ el futuro, el ayer, lo que ahora es mío”.
Si en la organización de la secuencia narrativa, Pinchus es subsidiaria de la epopeya joyceana, en la sintaxis se halla el mayor riesgo asumido por la pluma de Rolado Pérez. Durante páginas enteras, asistimos a un solo párrafo, como si esa búsqueda angustiante del viejo lituano que emprende el narrador se trasladase a la forma del texto. En un momento, por ejemplo, el protagonista ve un paciente con una medalla y, mediante un recurso de encadenamiento de recuerdos, menciona los santos de la basílica Medalla Milagrosa, se ve a sí mismo dentro del templo religioso y rememora la charla de dos ancianas devotas sobre San Expedito. Una le dice a la otra que, en realidad, fue una figura satánica apropiada por la Iglesia Católica. Y no termina allí: una de las señoras le cuenta a la otra un trágico episodio ocurrido en el Delta, cuando una tarde se le ahogó un chico a una mujer familiar suya. La mujer le encendió una vela a San Expedito, el nene apareció y la obligó a jugar a las escondidas ya de noche. Mientras lo buscaba, la luz de una lancha la sacó de su juego de ensueño para informarle que el niño había sido encontrado muerto (p. 32-34).
Más adelante, el enfermero narrador se encuentra con una enigmática ascensorista pelirroja, que se ofrece a leerle las manos. Una mujer avasallante, de armas tomar, que lo deja al protagonista perplejo. “Es tal vez en parte su pelo firme y rojo con resplandores o destellos de maíz a veces cobrizos lo que nos provoca una arcaica sensación de desconfianza, ya que, según el mito hebreo, los tenía de este color Lilith, la primera mujer creada por dios para compañera de nuestro padre Adán. Lilith, que luego se negará a ser penetrada en la posición ‘del misionero’ por aquel y, debido a esa rebeldía y a que su compañero, ofendido y confuso, correrá con el chisme al Creador, será expulsada del paraíso. Es luego de este episodio algo sórdido y vulgar que llegó Eva. Una mujer mucho más sumisa y más tenue, rubia, distraída y, al creer por el viejísimo cuento, un tanto permeable a los malos consejos” (p. 41-42).
¿Pero cómo llegamos desde el color de pelo de la ascensorista al mito creacional de Adán y Eva? ¿Cómo pasamos de la medalla en la mano de un paciente a la tragedia de una madre que se le ahoga un hijo? ¿Es el olvido, acaso, el mayor enemigo de la memoria? ¿No reside ya, como elemento intrínseco a su función, un peligro más grande para la memoria, que es el propio proceso selectivo?
En Los abusos de la memoria, el crítico húngaro Tzvetan Todorov niega que lo opuesto a la memoria sea el olvido, ya que la memoria es una interacción entre supresión y conservación. Dado que el restablecimiento integral del pasado es imposible (Todorov lo ejemplifica con “Funes el memorioso” de Borges) y, además, sería “espantoso” recordar todo, entonces, la memoria deviene “forzosamente” en una selección: “algunos rasgos del suceso serán conservados, otros inmediata o progresivamente marginados, y luego olvidados”. Y añade Todorov lo desconcertante que resulta el empleo del término “memoria” para referirse a la capacidad que tienen las computadoras para conservar información, ya que a esta última operación “le falta un rasgo constitutivo de la memoria: la selección”(2000).
En un sentido similar, Elizabeth Jelin se propone en Los trabajos de la memoria (2002) pensar y analizar las presencias y los sentidos del pasado. Lo hace en distintos niveles y planos, en lo político, lo cultural, lo simbólico, lo personal, lo histórico y lo social. Parte de tres premisas: entender las memorias como “procesos subjetivos, anclados en experiencias y en marcas simbólicas y materiales”; reconocer a las memorias como “objeto de disputas, conflictos y luchas”, lo cual apunta a prestar atención al rol activo y productor de sentido de los participantes en esas luchas, enmarcados en relaciones de poder; y tercero, ‘historizar’ las memorias, lo que implica reconocer que existen cambios históricos en el sentido del pasado, así como en el “lugar asignado a las memorias en diferentes sociedades, climas culturales, espacios de luchas políticas e ideológicas”.
Debido a que siempre habrá otras historias, otras memorias e interpretaciones alternativas, la memoria es un espacio de lucha sobre el sentido de lo ocurrido, aunque también acerca del sentido de la memoria misma. Por eso, puede resultar una trampa concebir la memoria en términos de lucha “contra el olvido” o “contra el silencio”. Esas consignas esconden una oposición entre distintas memorias rivales, cada una de ellas con sus propios olvidos. Es, en verdad, concluye Jelin, “memoria contra memoria”.
En línea con esta concepción de la memoria planteada por Todorov y Jelin, el narrador comenta un episodio sumamente significativo en Pinchus, el caso de un hombre “cuyos recuerdos de infancia le presentaban a su abuelo como un risueño viejo de largos bigotes amarillos y manos nudosas que cada tarde, durante la estación cálida y amable del verano, en las sierras, lo subía a sus rodillas para contarle asombrosas fábulas de animales mientras miraban más allá del recuadro de la ventana que daba a la galería oscura del casco de la estancia, beber las vacas en la cañada distante. Cuando ya hombre adulto y debido a una serie de infortunados acontecimientos, tuvo que iniciar terapia en la que lo impulsaron a indagar en su pasado, se enteró, con pesar y turbación, resistiéndose a creerlo hasta mucho tiempo después, que de niño había sólo visitado a su abuelo paterno por unos minutos apenas y en compañía de su madre el verano en el cual ella enviudó y se vio forzada, por la necesidad y la desesperación, a ir en busca de ayuda hasta la lejana provincia de Córdoba donde su suegro vivía” (p. 101-102).
Hay otro relato maravilloso, en algún sentido, una alegoría del propio Pinchus Vesprosvanoy. Sigue siempre la misma estructura: un personaje, en este caso un gordo con marcapaso, le narra al enfermero la historia, este la anota para no olvidarla. En el relato, unos jóvenes se pierden en la laguna de Lobos, llegan a un viejo cementerio por un sendero de eucaliptos y alguien corta un tallo de un crisantemo borracho. Entonces, se narra la leyenda del origen de esta flor, surgida, según el relato enmarcado, en la rivera del Njemen, por la curiosidad criminal de un cuñado que desea presenciar la transformación de su pariente político, divinidad del bosque. “Es una leyenda de los países escandinavos o bálticos, de Lituania o Letonia” (p. 88), remarca el gordo del marcapasos que regala, en clave de potlach, el relato al enfermero.
Si sólo merece ser recordado lo que no se escribe o si la memoria posee ella misma los peligros del recuerdo selectivo, resulta imperioso leer entre líneas Pinchus. En esa estructura de párrafos de largo aliento, de metonimias artesanalmente enlazadas, de relatos enmarcados en aparentes diálogos inocentes, en esa estructura, entonces, reside el mayor desafío para el lector: releer, volver a mirar atrás, repasar, en suma, recordar.