Volvieron los liberales. En realidad, nunca se fueron, pero a diferencia de la timorata y acomplejada centroderecha tipo macrista —que nunca se asume como derecha—, los voceros y militantes del liberalismo actual se presentan discursivamente desinhibidos, radicalizados. Reivindican orgullosos su acervo político, pero lo actualizan con nombres más juveniles, sofisticados, de prosapia anglosajona: se dicen anarco-capitalistas, libertarios, minarquistas. Son los viejos representantes de la ortodoxia neoliberal, pero ahora convocan a un electorado joven, a humildes y trabajadores. Su retórica, nutrida a base de puteadas y gritos de odio contra el estado o los zurdos, fogoneada por los medios de comunicación tradicionales y las plataformas de las redes sociales, se vende como transgresora y apunta a captar a los jóvenes resentidos con una supuesta casta estatista que los oprime. Sus ideas no son nuevas: la eliminación del estado como interventor para la distribución de recursos y derechos, fagocitar el individualismo meritocrático y defender el libre mercado. Lo único nuevo es la retórica políticamente incorrecta, perfeccionada en laboratorios sofistas, la violencia discursiva y los golpes de efecto mediáticos con juegos performáticos que no temen al ridículo.
La instalación mediática de estos libertarios de mercado solo sirve para correr el arco político y el campo semántico hacia la derecha liberal, un intento por naturalizar ideas que van desde las privatizaciones de servicios públicos, recortes en las ayudas sociales, hasta la venta de órganos, la portación de armas o la asimilación del socialismo con el robo, o sea, ilegalizar las posiciones de izquierda. Estas ideas extremas llevan a que las políticas de la derecha moderada puedan mostrarse como una salida razonable, más amable y menos pirotécnica que el patoterismo libertario. La derecha del PRO puede envalentonarse, quitarse la careta y mostrarse sin remilgos como lo que son: una mezcolanza entre rancios y progresistas en el plano cultural y unos oligarcas unánimes en materia económica. Pero no podemos dedicarles más reflexiones a las nuevas derechas, dejémosle ese espacio a los sociólogos y los periodistas que analicen admirados este fenómeno. Pensemos en qué podemos hacer nosotros.
Los que nos ubicamos en el amplio campo popular, seamos peronistas, latinoamericanistas o de la izquierda nacional, tenemos también que quitarnos los complejos y radicalizar nuestro discurso. Responder a la violencia liberal con la violencia de las políticas de soberanía política, independencia económica y justicia social. Ya no denunciar el peligro de las nuevas derechas, ser nosotros un peligro para ellos. La salida, el aire fresco y el orgullo que necesitamos puede hallarse en la ortodoxia. Y en este punto, la batalla no es solo con la derecha neoliberal o con la centroderecha, también tenemos que enfrentar al liberal-progresismo. Y que vemos en los gobiernos progresistas en el poder (Estados Unidos, España, Argentina, por ejemplo) la misma matriz económica que los gobiernos conservadores, con ligeras variaciones y una supuesta lucha en ampliación de derechos a un nivel individual. El progresismo de izquierda no se diferencia del progresismo liberal, comparten el mismo ideario globalista: segmentación de la sociedad en minorías victimizadas, la disolución de las identidades nacionales, la reivindicación de las políticas identitarias. En fin, promueven a gran escala lo mismo que la lógica consumista: fluidez, individualismo, meritocracia.
Hoy, el progresismo domina la cultura de occidente, pero se trata de un progresismo liberal, que se siente cómodo en la derrota moral, sin tocar intereses, sin incomodar a los poderosos, sin tensionar los privilegios de clase. Esto ha sucedido a partir de la instalación de falsas discusiones, falsas disputas y falsas revoluciones por parte de la moda progre, que se sumó al movimiento popular, en calidad de furgón de cola y hoy es punta de lanza. En el plano de los derechos individuales es donde mejor se aprecia esta actitud de mostrar logros como si fueran de izquierda, pero no lo son. ¿O acaso el aborto no es legal también hasta en los estados socialdemócratas europeos más berretas? Que una mujer pueda decidir sobre su cuerpo no es revolucionario, es un derecho humano básico.
Debemos volver a estar orgullosos de lo que somos, de lo nuestro. Los famosos “años dorados” del capitalismo industrial del siglo XX no fueron producto de una concesión benevolente por parte de los poderosos, sino porque el fantasma soviético tensionó el campo semántico de tal modo, que ya no fue posible pensar las relaciones sociales sin poner en discusión la propiedad privada en los medios de producción, el acceso a la tierra, la distribución de la riqueza. En un país donde está todo por hacerse, no debemos pasar por alto que hubo un movimiento político que enfrentó la injerencia de los Estados Unidos cuando el país del norte venía de tirar dos bombas atómicas.
En su ensayo Ortodoxia, G.K. Chesterton define con sencillez una idea de democracia que deberíamos tomar: «He ahí el primer principio de la democracia: que lo esencial en los hombres es lo que tienen en común y no lo que los separa». La salida para combatir a las nuevas derechas no será replegándonos en refugios identitaristas y ver quién es más víctima del capitalismo, sino en reivindicarnos orgullosos como clase trabajadora, la que aglutina a todos los que estamos jodidos por el sistema.